Caza de liebres - Era la tarde del 29 de noviembre de 1998, esa noche en la Ciudad Eterna vivía uno de los derbis más espectaculares de la historia del fútbol. Yo acababa de cumplir 9 años, y como buen aficionado de la Roma escuchaba el partido en la radio, junto con mi tío aficionado de la Lazio. Podría decir con seguridad que mis pensamientos se demoraron en ese feroz derbi, pero mi emoción se debió al hecho de que al día siguiente habría faltado a la escuela para seguir a mi abuelo en una de sus aventuras como caza. La alarma sonó temprano, dado el viaje que teníamos que afrontar, aunque recuerdo bien no haber dormido ni un ojo por la emoción. Los bizcochos con miel encima, acompañados de capuchino con 4 cucharaditas de azúcar, eran una marca registrada de los famosos desayunos de mi abuelo. Como ahora era famoso su gesto de llevar el mismo desayuno a mi abuela, que seguía recostada entre las sábanas. Salimos alrededor de las 5.00:XNUMX, mi abuelo tenía un perro Petit bleu de Gascuña llamado Zara. Si soy un apasionado de este estilo de caza, así como de la tradición familiar, se lo debo a este espléndido sabueso, que al estar completo en todas sus fases hacía que mi corazón se agitara a cada emisión de voz. Vino directamente de Francia, y quizás también por haber crecido juntos dejó un recuerdo imborrable en mi alma.
Llegados al lugar disolvimos Zara alrededor de las 7,30. Habiendo detectado el cebo de un macho grande y resuelto las primeras fallas con extrema exactitud y precisión, entramos en una yuxtaposición que parecía infinita. Siempre estaba en las costillas de mi abuelo, en un silencio extremo traté de robarle su trabajo con mis ojos lo vi incitar a su auxiliar, siempre que había necesidad. Con la experiencia de hoy, puedo deducir que ese gran macho era uno liebre de otra zona, sin límites en busca de alguna hembra para cubrir. Llegamos a un valle, siempre atentos a la operación que se avecinaba, cuando un par de perdices se fueron volando, quizás asustadas por la poderosa voz de Zara. Mi abuelo, seguramente atrapado por el calor, derribó a uno. (Si lo hubiera hecho hoy con mis perros, todavía estaría listo para cantarlos todos los colores). Zara, sin embargo, pareció no darle peso a ese inoportuno disparo y siguió impávida en su arduo trabajo. Me encantó la seriedad de ese perro, cuando el grito de scovo, tomó toda mi atención al ver a la amada dama salir de la guarida con un salto, fue una emoción tan grande que me hizo jadear por unos segundos. Recuerdo como si fuera ayer, el intento de mi abuelo de detenerlo con dos golpes y recuerdo bien la sensación de malestar que me asaltó cuando vi esa cola blanquecina inclinada sobre el cerro justo frente a nosotros. Zara, como un demonio, lanzada en su persecución, su clásica voz de gritona resonaba por todo el valle, la montaña, amplificada por el eco, parecía temblar a su paso y aún hoy si cierro los ojos casi parece escuchar esa poderosa voz.
Mi abuelo, por el contrario, no despertaba demasiadas preocupaciones por los tiros fallidos, conocía bien, el potencial del sabueso, todo el camino giraba, con un tono de mando hacia mí, diciéndome que me quedara inmóvil al costado del el camino justo donde ambos habíamos visto a la liebre perseguida por la cima. Tomé literalmente el orden que te asignaron y vi desaparecer su forma, cortada de la continuación que continuaba incesantemente. Un leve viento del norte se levantó, lo que hizo que esa mañana de fines de noviembre fuera aún más brillante de lo que debería haber sido. A expensas de ella estaba mi oído, que ya no podía oír la voz atronadora de Zara. Pasó otra hora, ya el sol estaba casi en medio del cielo, cuando escuché un golpe en la distancia e inmediatamente después distinguí claramente en los barrancos debajo de la voz de Zara que seguía retorciéndose después acercándose precisamente a la dirección donde un unos minutos antes había escuchado el disparo. Todo estaba en silencio, Zara ya no sentía, un poco de ansiedad se apoderó de mí, al final todavía no podía entender del todo la dinámica. Escuché una voz lejana llamándome, era la voz de mi abuelo, me quedé sin aliento para llegar a la curva debajo de la carretera donde estaba posicionado y fue entonces que lo vi salir con la liebre apretada en la mano, por el patas traseras, seguida de una Zara cansada pero feliz que vino a verme primero para celebrar lo sucedido.
Después de unos 20 años, a pesar de haber pasado todo este tiempo, nunca olvidaré ese maravilloso día de noviembre, de la sonrisa de mi abuelo con liebre en la mano, del gran trabajo de Zara, y finalmente de mi estado de ánimo en ese momento, lleno de satisfacción por haber participado en una expulsión inolvidable. Le dedico esta historia a mi abuelo, así como a mi maestro y mentor, que me cuida desde hace algunos años, pero también a su (mi) orgullosa sabueso Zara cuyo recuerdo siempre está grabado en mi corazón.
Luca Liebre Caza
CATEGORÍA LITERARIA DE COMPETENCIA - "Objetivo de la caza de la pasión"
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